Blue Velvet: un mundo mortal.
Un mundo frío, un mundo sin movimiento, un mundo donde hay brillantes colores que impactan a la vista. Colores que atraen, atrapan la mirada y la desvían de lo grisáceo del entorno; colores que intentan diluir y engañar a la muerte que los rodea, colores que están ahí para no ver la inanimidad, para ocultar lo cadavérico que hay a su alrededor.
Así nos muestra en un inicio David Lynch el mundo de Blue Velvet, un mundo rodeado de color, pero relleno de muerte. El marco colorido desvía la mirada de la falta de movimiento, de la ausencia de actividad, de la carencia de “calor”, en fin, de lo mortuorio de la existencia. David Lynch engaña nuestra mirada llenándola de vivacidad para al final, sin reparos y magistralmente, arrastrarnos lentamente a la oscuridad oculta de esos colores; poco a poco se pierden de vista el azul del cielo, el rojo de las flores, lo blanco de las nubes, lo verde del pasto para sumergirnos en la oscuridad, para mostrarnos sin piedad la realidad tajante de todo este escenario… sin poder apartar la mirada Lynch pone frente a los ojos la cruda realidad, lo real, la muerte, nos sumerge en las tinieblas del deseo y el inconsciente.
Y es que hay que declarar, Blue Velvet es una oda a la muerte, pero no a la muerte física, no a los cuerpos inertes o desangrados, no a la ausencia del latido del corazón, no a la muerte fisiológica. Blue Velvet habla de la muerte del ánimo, de la trampa en la que muchos seres caen, en la trampa de la pasividad, pero más terrible aún, la trampa de la repetición, de la cárcel que el inconsciente crea en su lucha sin fin por la satisfacción, en su persecución por el objeto perdido, en su deseo de negar, o particularmente en este caso, denegar la pérdida.
En la oscuridad de la noche, en el encierro del bar, en lo estrecho del armario, son en estos lugares donde los personajes de Lynch se irán des-envolviendo y al mismo tiempo re-volviendo. Y es que nunca hay que olvidar que la pulsión de muerte se sostiene en todo momento, esa pulsión que orilla al ser humano, al individuo, al encapsulamiento de su acción, impulsa a realizar una y otra vez la misma conducta en un afán de encontrar el placer inexistente, mas no inexistente porque nunca haya sido sino porque es un placer extinto, que fue y nunca más podrá volver a ser.
Frank nos da muestra de ello en su fetichismo, Jeffrey en su vouyerismo, Dorothy en su masoquismo, los tres formando una tríada que en su momento debió finalizar para permitir la continuación de la vida, el progreso del desarrollo, la realización del ser. Sin embargo el camino de los tres se vio obstruido y la perversión, con su impresionante fuerza magnética, los arrastra a un laberinto del cual no pueden salir.
Es injusto poner a Jeffrey al mismo nivel que los otros dos, bien es cierto que su componente vouyerista se hace presente en su búsqueda por la “verdad”, en su excitación y pavor ante la puesta en escena de la escena primordial al mirar a la pareja de Frank y Dorothy entregarse a sus fantasías y jugar todos los papeles necesarios para revivir el sexo de los padres. Pero Jeffrey aún tiene camino de salida, su territorio no es tan sinuoso y vertiginoso, lo que le da la posibilidad de dar otro uso a esta pulsión de la mirada, así podemos decir que Jeffrey no es perverso sólo un obseso metiche.
Sin embargo la situación de Frank y Dorothy es más delicada y al mismo tiempo más bruta. Hay algo que los empuja a actuar, a montar todo un escenario alrededor de ellos mediante el cual buscan retomar lo que se les ha arrebatado. Sí, Jeffrey encuentra placer y dolor al observar a los “padres” teniendo sexo, mas sólo eso, él no busca convertirse en el padre, no busca ocupar un lugar que no le pertenece, por eso se mantiene en el marco de la ley. Pero Frank y Dorothy, como su constitución se los impone, transgreden las posiciones y las leyes, las leyes tanto morales como de la represión no significan algo para ellos.
Frank es todo un criminal, un sujeto que juega a ser el dueño de su mundo, los otros están para servirle, las mujeres para complacerlo, juega a ser aquel padre antiguo que tenía el derecho sobre todas la mujeres, y los hombres también. Frank no acepta perder, él es el más fuerte y por tanto nadie puede oponérsele, y así como donde pisaba Atila la hierba no volvía a crecer, ahí donde Frank aparezca busca acabar con el deseo de los demás imponiendo el suyo sin dudar.
El poder de este hombre es grande y su grandeza se debe al mismo tiempo a su debilidad, deniega de la falta, rechaza la existencia de la castración, insiste en la imposibilidad de la pérdida y desmiente en el terciopelo azul toda posibilidad de ser sujeto en falta. Mientras exista el terciopelo azul él estará bien, mientras Dorothy cante “Blue Velvet” se sentirá en poder y en prolongación de esto, mientras los gritos de Dorothy sean a razón de él, él seguirá siendo “el rey”.
Es en este mismo objeto del terciopelo azul en el cual Dorothy se halla atrapada, es prisionera de Frank y su perversión y, al mismo tiempo, es el motor de la suya. Dorothy haya placer en ser el objeto de Frank, halla placer en ser su terciopelo azul. Los golpes, insultos, privaciones, prohibiciones, negaciones y cualquier agresión por parte de Frank son el motivo de Dorothy para permanecer ahí, el secuestro de su hijo y esposo son la justificación para seguir siendo el objeto de Frank.
Y es que el masoquista ha renunciado a ser sujeto deseoso, se ha negado a la acción ya que el actuar lo conlleva al fracaso, al no poder, a su incapacidad para tener, para acceder a su propio objeto, así es mejor convertirse en el objeto de otro, donde se sostendrá y gozará mientras sean otros los que se muevan. Su posición de objeto le otorga el placer de no arriesgar y no perder, porque al final será responsabilidad del otro cualquier resultado que surja del actuar.
Con ímpetu guiará al otro a hacer uso de ella, le pedirá a Jeffrey que la agreda, que la posea, que la transforme en un objeto depósito de deseo. ¡Golpéame! Le pedirá, ¡agrédeme! Le exigirá, ¡haz conmigo lo que quieras! Pero bajo la única condición de que sea como yo te pida, esa es la trampa de Dorothy, y es una trampa de la cual Jeffrey quedará prendido y Frank gozará.
La pulsión de muerte se sostiene, en un maratón sin fin Frank y Dorothy corren sin cesar, corren en círculos en un vano intento de llegar a capturar y revivir lo que ya se les ha negado. Repiten y repiten y esta repetición sufren, porque la pulsión de muerte por sí misma no es capaz de crear, la recreación es el paradigma de ella, cavan un hoyo esperando hallar un tesoro sin darse cuenta que la misma tierra que sacan vuelve a cubrir el agujero.
Lynch nos muestra, lo que pareciera ser el final, un mundo ya no muerto, un mundo que representa la misma vida de Jeffrey. Por fin podemos ver la vida, por fin se aprecia el movimiento y la actividad en el mundo, un mundo donde las golondrinas, representando el movimiento en la posición de Jeffrey y su sexualidad, se comen a los insectos que nos arrastraron en un inicio a la mortandad de la perversión. Pero así como la perversión y la pulsión de muerte persisten también Lynch nos recuerda que no importa que el mundo parezca moverse, el terciopelo azul persiste, porque es un objeto inmortal, el objeto fetiche que marcó a Frank y Dorothy…
“And I still can see blue velvet
Through my tears”
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